Corría el año de 1945, el pueblo de San Pedro Mártir lucía
solitario, las veredas alumbradas por la tenue luz de la luna olían a hierba
mojada. Don Pedro Juárez caminaba hacia el ejido de Cuernavaca –donde se
encuentra ahora la zona de hospitales-, había ido a cuidar su sembradío de
rosal, caminaba pensativo, sabía que pronto Lolo, el hijo más grande lo acompañaría a cuidar las rosas.
Como hacía varias ocasiones
aparecería una figura que ya no lograba inquietarlo como la primera vez que lo
vio salir entre la hierba. Esa ocasión fue en agosto antes de que sembrara el
rosal, cuando de repente vio pasar a un hombre vestido con un traje de charro negro montado
en un caballo de igual color, le llamó la atención su porte, parecía un hombre
fino, pero sus facciones y el moreno de su cabello estaban cubiertos por un
espléndido sombrero. Nunca podía verle su rostro, siempre aparecía sigiloso, no
emitía un solo vocablo y así como aparecía se perdía entre la vereda.
Esa noche de lluvia sería
distinta, el sonido de una voz grave irrumpiría sus pensamientos: “Dame tu hijo
mayor; a cambio te daré unas monedas de oro”. La frase le cayó como una cubetada
de agua fría, nunca había cruzado una sola palabra con ese hombre extraño y la
primera vez que se rompió el silencio fue para pedirle a Lolo.
Por supuesto que Don Pedro no
tenía nada que pensar ante aquella pregunta. Nada dijo y siguió su camino, sólo
que su andar fue más apresurado. La historia se repetiría un
par de veces, la misma pregunta y el paso apresurado.
Las últimas veces que se lo
encontró, el charro ya no diría una sola palabra, sólo aparecía acompañándolo
en el camino, esperando que con su “visita” don Pedro recordara el trato que le
había propuesto.
Siempre las pisadas del
caballo quedaban retumbando como un golpe incesante, sentiría látigos en
su pecho, lloraría cada vez que lo recordaba. No llevó a Lolo al campo hasta que creyó que podía cuidarse.
II
La primera vez que se atrevió
a contar la historia fue hasta la boda de Lolo, a él mismo se lo diría: “mijo,
un charro negro te quería llevar quien sabe para qué, quería darme unas monedas
por ti, se me aparecía en medio de la nada, siempre montado en su caballo negro
y desaparecía como una sombra triste y lejana, como una figura quebrantada”.
Lolo no sabía si el pulque que había tomado su padre lo estaba haciendo decir
esas cosas, pero con el paso de los años le agradecería no haberlo cambiado por
unas monedas.
Años más tarde, don Pedrito
contaría al resto de sus hijos y a los nuevos miembros de su familia la
historia del charro negro y el cruel trato que le había propuesto. Estela, su
nuera, recordaría que su suegro lloraba cada vez que lo recordaba: “¿Cómo le
iba a dar a mi hijo? Éramos pobres pero no lo iba a cambiar”. La historia se
repetía de forma más seguida, sólo que cambiaba el escenario y a la persona que
se lo contaba, unas veces era en la cocina de humo y se la contaba a Chabe,
otras veces, se la contaba a Memo en medio de una fiesta.
Don Pedrito no fue el único
que vio al jinete negro montado en su imponente caballo, pasaba de voz en voz
que un hombre aparecía en las noches en la calle de Laurel junto a las
iglesias, las pisadas de su caballo serían inconfundibles, fuertes, seguras,
tenebrosas. Y la cara del jinete siempre oscura.
III
Esther recuerda que la leyenda
del charro negro la contaban en algunas reuniones de la iglesia. Ahí los
mayores narraban que aparecía la figura de un hombre en la madrugada montado en
su caballo, pero así como aparecía desaparecía. Según los mayores era un ánima que
no hacía daño, según Esther, era probablemente, algo que contaban los padres
para mantenerlos quietos. Otros dicen que era un hombre normal como nosotros
que se enfundaba en su traje de charro y que de vez en vez le gustaba aparecer,
que lo hacía para divertirse.
Don Pedrito no encontraría
nada de divertido en ello, ni todos los niños que crecieron conociendo esa
leyenda del pueblo, ni las mujeres que preferían quedarse en sus casas antes de
salir a una fiesta o levantarse temprano a apartar su lugar en los lavaderos
públicos del pueblo. Con el paso de los años, la
historia se fue olvidando, sólo permaneció en la mente de nuestros abuelos,
quiénes la contaban sólo cuando los nietos llegaban a visitarlos en las tardes
o cuando compartían la merienda.
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