domingo, 2 de noviembre de 2014

La leyenda del Charro Negro



 
Corría el año de 1945, el pueblo de San Pedro Mártir lucía solitario, las veredas alumbradas por la tenue luz de la luna olían a hierba mojada. Don Pedro Juárez caminaba hacia el ejido de Cuernavaca –donde se encuentra ahora la zona de hospitales-, había ido a cuidar su sembradío de rosal, caminaba pensativo, sabía que pronto Lolo, el hijo más grande lo acompañaría a cuidar las rosas.
Como hacía varias ocasiones aparecería una figura que ya no lograba inquietarlo como la primera vez que lo vio salir entre la hierba. Esa ocasión fue en agosto antes de que sembrara el rosal, cuando de repente vio pasar a un hombre vestido con un traje de charro negro montado en un caballo de igual color, le llamó la atención su porte, parecía un hombre fino, pero sus facciones y el moreno de su cabello estaban cubiertos por un espléndido sombrero. Nunca podía verle su rostro, siempre aparecía sigiloso, no emitía un solo vocablo y así como aparecía se perdía entre la vereda.
Esa noche de lluvia sería distinta, el sonido de una voz grave irrumpiría sus pensamientos: “Dame tu hijo mayor; a cambio te daré unas monedas de oro”. La frase le cayó como una cubetada de agua fría, nunca había cruzado una sola palabra con ese hombre extraño y la primera vez que se rompió el silencio fue para pedirle a Lolo.
Por supuesto que Don Pedro no tenía nada que pensar ante aquella pregunta. Nada dijo y siguió su camino, sólo que su andar fue más apresurado. La historia se repetiría un par de veces, la misma pregunta y el paso apresurado.
Las últimas veces que se lo encontró, el charro ya no diría una sola palabra, sólo aparecía acompañándolo en el camino, esperando que con su “visita” don Pedro recordara el trato que le había propuesto.
Siempre las pisadas del caballo quedaban retumbando como un golpe incesante, sentiría látigos en su pecho, lloraría cada vez que lo recordaba. No llevó a Lolo al campo hasta que creyó que podía cuidarse.

II
La primera vez que se atrevió a contar la historia fue hasta la boda de Lolo, a él mismo se lo diría: “mijo, un charro negro te quería llevar quien sabe para qué, quería darme unas monedas por ti, se me aparecía en medio de la nada, siempre montado en su caballo negro y desaparecía como una sombra triste y lejana, como una figura quebrantada”. Lolo no sabía si el pulque que había tomado su padre lo estaba haciendo decir esas cosas, pero con el paso de los años le agradecería no haberlo cambiado por unas monedas.
Años más tarde, don Pedrito contaría al resto de sus hijos y a los nuevos miembros de su familia la historia del charro negro y el cruel trato que le había propuesto. Estela, su nuera, recordaría que su suegro lloraba cada vez que lo recordaba: “¿Cómo le iba a dar a mi hijo? Éramos pobres pero no lo iba a cambiar”. La historia se repetía de forma más seguida, sólo que cambiaba el escenario y a la persona que se lo contaba, unas veces era en la cocina de humo y se la contaba a Chabe, otras veces, se la contaba a Memo en medio de una fiesta.
Don Pedrito no fue el único que vio al jinete negro montado en su imponente caballo, pasaba de voz en voz que un hombre aparecía en las noches en la calle de Laurel junto a las iglesias, las pisadas de su caballo serían inconfundibles, fuertes, seguras, tenebrosas. Y la cara del jinete siempre oscura.

III

Esther recuerda que la leyenda del charro negro la contaban en algunas reuniones de la iglesia. Ahí los mayores narraban que aparecía la figura de un hombre en la madrugada montado en su caballo, pero así como aparecía desaparecía. Según los mayores era un ánima que no hacía daño, según Esther, era probablemente, algo que contaban los padres para mantenerlos quietos. Otros dicen que era un hombre normal como nosotros que se enfundaba en su traje de charro y que de vez en vez le gustaba aparecer, que lo hacía para divertirse.
Don Pedrito no encontraría nada de divertido en ello, ni todos los niños que crecieron conociendo esa leyenda del pueblo, ni las mujeres que preferían quedarse en sus casas antes de salir a una fiesta o levantarse temprano a apartar su lugar en los lavaderos públicos del pueblo. Con el paso de los años, la historia se fue olvidando, sólo permaneció en la mente de nuestros abuelos, quiénes la contaban sólo cuando los nietos llegaban a visitarlos en las tardes o cuando compartían la merienda.

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