Hace unos días escuchamos o leímos sobre la intervención de la fuerza pública en la máxima casa de estudios; más aún, lo que ha dominado la escena pública es el caso de los 43 normalistas de Iguala desaparecidos y la consecuente movilización social; así como hechos de violencia registrados en algunas ciudades del país. Al respecto, en la declaración más reciente del presidente Enrique Peña ha quedado claro que no se descarta el uso de la fuerza pública ya que el estado está legítimamente facultado “para usar la fuerza cuando se ha agotado cualquier otro mecanismo para restablecer el orden”, según dicho del propio presidente.
Pero
¿por qué el Estado tiene el poder para usar la fuerza pública ante la población?,
¿ya sea en una ciudad universitaria o para “contener” una marcha o movilización
en las calles?, del primer caso ya Mancera se ha disculpado por la incursión de
agentes a CU; entre otras causas, quizá, por la violación a la autonomía universitaria,
lo cual merece un análisis aparte.
Sin embargo, ante los acontecimientos de
Ayotzinapa, las miles de desapariciones forzosas, el descubrimiento de cientos
de fosas clandestinas y el cúmulo de hechos violentos contra la sociedad, uno
se pregunta sobre la legitimidad del uso de la fuerza pública. El Estado como
garante de la seguridad puede hacer uso de la fuerza pública; no obstante, el mantenimiento
del orden por parte del Estado no sólo puede basarse en la fuerza, ya que el
solo monopolio de la fuerza coactiva no alcanza para hacer respetar e imponer
el derecho de una sociedad. Además el uso de la fuerza para ser considerado
legítimo tiene que ser así para aquellos que lo padecen y lo implementan.
Las constantes manifestaciones de
estudiantes en diversos puntos del país, el llamado a movilizaciones a través
de las redes sociales, los diversos comunicados de instituciones educativas,
las manifestaciones públicas de artistas, de científicos, de personalidades del
ámbito cultural así como la solidaridad de connacionales en otras partes del mundo
muestran el agotamiento de una sociedad y ponen en duda la legitimidad de la
autoridad, cuestionando su fracaso como garante de la paz pública.
Más aún tal legitimidad que debería
tener un contenido genuino entre la sociedad y, por ende, una obediencia
consentida se pone en entredicho si a eso se le suma que otra detonante del
descontento social ha sido la falta de condiciones materiales y oportunidades
que ha generado la pobreza y la inequidad social afectando la vida de millones
de personas en nuestro país, por eso la autoridad ya no se legitima más en una
obediencia consentida, ésta pierde su contenido y deja de tener sentido, de ahí
que ante “el agotamiento de cualquier otro mecanismo para restablecer el orden”
–según Peña Nieto- se tenga que usar la
fuerza pública. Entonces el medio de un Estado omiso o fallido se convierte en la
coacción social convirtiendo su esencia en una mera dominación y no en un
garante de la democracia. Es largo el camino para restablecer los lazos rotos
entre un Estado y su población y queda claro que éstos no se rompieron desde
esta administración; sin embargo, dar certezas jurídicas y políticas con
respecto a las desapariciones, dar certezas con respecto a los supuestos
vínculos entre el narco y el gobierno en el caso Ayotzinapa, mejorar las
condiciones sociales y económicas de los millones de pobres del país; así como generar
empatía ante el sufrimiento de los cientos de familiares de las personas
desaparecidas serían acertados indicios para restablecer dichos lazos y no
llegar al uso de la fuerza pública.
No hay comentarios:
Publicar un comentario