lunes, 17 de noviembre de 2014

Sobre la legitimidad del uso de la fuerza pública del Estado








Hace unos días escuchamos o leímos sobre la intervención de la fuerza pública en la máxima casa de estudios; más aún, lo que ha dominado la escena pública es el caso de los 43 normalistas de Iguala desaparecidos y la consecuente movilización social; así como hechos de violencia registrados en algunas ciudades del país. Al respecto, en la declaración  más reciente del presidente Enrique Peña ha quedado claro que no se descarta el uso de la fuerza pública ya que el estado está legítimamente facultado “para usar la fuerza cuando se ha agotado cualquier otro mecanismo para restablecer el orden”, según dicho del propio presidente.
 Pero ¿por qué el Estado tiene el poder para usar la fuerza pública ante la población?, ¿ya sea en una ciudad universitaria o para “contener” una marcha o movilización en las calles?, del primer caso ya Mancera se ha disculpado por la incursión de agentes a CU; entre otras causas, quizá, por la violación a la autonomía universitaria, lo cual merece un análisis aparte.

Sin embargo, ante los acontecimientos de Ayotzinapa, las miles de desapariciones forzosas, el descubrimiento de cientos de fosas clandestinas y el cúmulo de hechos violentos contra la sociedad, uno se pregunta sobre la legitimidad del uso de la fuerza pública. El Estado como garante de la seguridad puede hacer uso de la fuerza pública; no obstante, el mantenimiento del orden por parte del Estado no sólo puede basarse en la fuerza, ya que el solo monopolio de la fuerza coactiva no alcanza para hacer respetar e imponer el derecho de una sociedad. Además el uso de la fuerza para ser considerado legítimo tiene que ser así para aquellos que lo padecen y lo implementan.

Las constantes manifestaciones de estudiantes en diversos puntos del país, el llamado a movilizaciones a través de las redes sociales, los diversos comunicados de instituciones educativas, las manifestaciones públicas de artistas, de científicos, de personalidades del ámbito cultural así como la solidaridad de connacionales en otras partes del mundo muestran el agotamiento de una sociedad y ponen en duda la legitimidad de la autoridad, cuestionando su fracaso como garante de la paz pública. 

Más aún tal legitimidad que debería tener un contenido genuino entre la sociedad y, por ende, una obediencia consentida se pone en entredicho si a eso se le suma que otra detonante del descontento social ha sido la falta de condiciones materiales y oportunidades que ha generado la pobreza y la inequidad social afectando la vida de millones de personas en nuestro país, por eso la autoridad ya no se legitima más en una obediencia consentida, ésta pierde su contenido y deja de tener sentido, de ahí que ante “el agotamiento de cualquier otro mecanismo para restablecer el orden”  –según Peña Nieto- se tenga que usar la fuerza pública. Entonces el medio de un Estado omiso o fallido se convierte en la coacción social convirtiendo su esencia en una mera dominación y no en un garante de la democracia. Es largo el camino para restablecer los lazos rotos entre un Estado y su población y queda claro que éstos no se rompieron desde esta administración; sin embargo, dar certezas jurídicas y políticas con respecto a las desapariciones, dar certezas con respecto a los supuestos vínculos entre el narco y el gobierno en el caso Ayotzinapa, mejorar las condiciones sociales y económicas de los millones de pobres del país; así como generar empatía ante el sufrimiento de los cientos de familiares de las personas desaparecidas serían acertados indicios para restablecer dichos lazos y no llegar al uso de la fuerza pública.
 

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