miércoles, 15 de octubre de 2014

Algunas leyendas de los Pueblos de Tlalpan



Algunas leyendas de los Pueblos de Tlalpan

Las leyendas como una evocación de acontecimientos pasados manifiestan la riqueza narrativa y la imaginación de los habitantes de determinado lugar para testimoniar sus creencias, héroes, experiencias y aspectos históricos. De forma particular, los pueblos de Tlalpan que son ricos en historia, cultura y tradiciones destacan por relatos fantásticos que dan vida a sus leyendas, sus temas son variados, pueden ser religiosos, sobre seres extraordinarios, tesoros, aparecidos, calles, parajes, entre otros. Los relatos sobre la Llorona que se presentan a continuación reflejan parte de la vida cotidiana de los habitantes del Ajusco, dando cuenta de las vivencias y creencias.

Relatos sobre La Llorona

Las lamias son seres extrahumanos que parecen derivar –en la denominación y alguna de sus características- de aquella Lamia, amante de Zeus, que enloquecida porque Hera hizo morir a los hijos que ella había tenido con el dios robaba a otros niños de los brazos de sus madres para darles muerte. Pero la lamia adquiere en cada tradición cultural sus propias formas (García de Diego, 1958 en González, 2007: 154). Así cada pueblo tiene su propia lamia, en México la llamamos La Llorona, la leyenda colonial cuenta que una mujer hermosa de tez blanca y cabello largo asesinó a sus hijos por un desengaño amoroso, luego se suicidó y que vaga por las noches lamentándose por su acción. Sin embargo esta leyenda tiene sus antecedentes en la época prehispánica, en la Cihuacóatl o mujer serpiente que vagaba en las calles de la gran Tenochtitlán gimiendo y lamentándose.

En la actualidad, La Llorona sigue apareciéndose en ciertos sitios dónde la noche sigue inspirando temor: en las encrucijadas de los caminos, en las cuevas, en los bosques o en los callejones. Su paso por estos lugares va acompañado de un grito estremecedor que llena de espanto los corazones, dicen algunas personas que cuando el lamento se escucha lejos es cuando más cerca está del que la escucha. La Llorona camina clamando angustia. Su figura fantasmal vestida de blanco desfila ante los ojos de los incrédulos como una visión enigmática y atrayente al mismo tiempo. Algunas calles y algunos lugares de los pueblos del Ajusco no son ajenas a las apariciones de la Llorona como los siguientes relatos.
I

Fue una noche de octubre de 1998, cuando Ernesto venía de visitar a unas personas, bajaba por la calle de Pedro María Anaya en San Miguel Ajusco con el caminar que lo caracteriza, erguido y atento observaba la calle, su mirada se detuvo en una mujer, era la única que junto con él caminaba a esas horas de la noche, no pasaban de las doce. La vio de espaldas, venía vestida de blanco como si estuviera arropada de novia, no pudo verle el rostro ni siquiera el cabello. Sólo observó que caminaba en el bordo de una banqueta.
Al pasar junto a ella la saludó como hace toda la gente que vive en los pueblos. Ernesto le dijo: “buenas noches”; pero no le hizo caso, por lo que pensó: “Señora grosera”. Siguió caminando, habrá caminado unos cincuenta metros cuando sintió un aire que le caló hasta los huesos, se le enchinó la piel y en eso escuchó un quejido largo, tenebroso que lo aterrorizó: “¡Ayyyyy!”. Sólo fue un monosílabo pero le sirvió para estremecerse y apresurar el paso, no se detuvo a ver qué pasaba, continuo caminando, el lamento se volvió a escuchar. Se escuchaba muy lejos.
Dicen que cuando el sonido está muy lejos es porque está más cerca La Llorona, Ernesto sintió como un escalofrío recorría su cuerpo, sintió como si algo viniera atrás de él, siguió sin voltear, tuvo que correr para alejarse de ese ser sin rostro que gemía en la calle.
Al día siguiente Ernesto volvió a pasar por la calle, era de día y pudo observar que en el lugar donde saludó a la señora había un bordo que estaba sumido; por lo que sin duda, la señora no estaba caminando estaba flotando. Este hallazgo volvió a estremecerlo, recordó entonces el aire extraño que sintió la noche anterior, esa sensación jamás se le olvidaría.

II

Cuando doña Fortuna Carmona tenía 35 años, allá por el año de 1980, iba al monte a recolectar hongos para luego venderlos[1] y con ello ayudar a la economía de su hogar. Subía con su comadre Lucha, por si llovía llevaban un plástico para cubrir a Juan, su hijo de apenas dos meses de nacido. Además del plástico llevaba su chiquihuite para poner a Juan cuando dormía y una canasta para los hongos.
Todos los días salían desde la 5:30 de la madrugada, cuando empezaba a clarear, y regresaba pasada las seis de la tarde. Una tarde ya casi cuando regresaban venían caminando por “el varal”, que es un lugar cerca de un llano donde se dan los hongos. Recuerda que venía con hambre, ya había pasado cerca de dos horas de que se habían acabado los plátanos y las tortillas frías que habían llevado para comer mientras recolectaban.  
Se soltó un aguacero, los truenos estremecían el ambiente y el granizo pronto invadió el camino. Doña Fortuna, su pequeño hijo Juan y la comadre Lucha tuvieron que buscar refugio pues el plástico que llevaban resultaba inútil para cubrirse.
No paraba la lluvia torrencial, caminaron hasta encontrar una cueva, al acercarse vieron con asombro y no con poco horror como el camino se empezó a llenar de víboras. Se oscureció el lugar y no paró de llover, tanto ella como la comadre vieron cómo aparecía una mujer de cabello negro largo que caminaba sin zapatos sobre las víboras, recuerda que la mujer vestía una blusa sin tirantes, lo que más le asombró es que la lluvia mojaba incesante a sus acompañantes y a ella misma; pero la mujer que había aparecido caminaba sin mojarse, la lluvia no caía en su andar. Escucharon un lamento fuerte, vibrante y lleno de dolor. De la nada apareció un caballo colorado e imponente, al cual montó la mujer y así como apareció desapareció. Nunca más se la encontraron; pero cada vez que pasaban por el mismo lugar apuraban el paso.




[1]Los habitantes de los pueblos llaman a esta actividad honguear. La temporada de lluvias es la que permite esta actividad, se deja que pasen entre 20 a 30 días después de las primeras lluvias y luego más o menos en agosto se va al monte a recoger los hongos.

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