jueves, 27 de noviembre de 2014

Las protestas por Ferguson y Ayotzinapa, algo más en común que ser protestas: la exigencia de justicia


En el escenario mundial están sucediendo acontecimientos que ponen de relieve las huellas de repudio a la explotación y que indican también la existencia de un nuevo tipo de solidaridad. Aunque pareciera que cada una de estas luchas es específica y están motivadas por preocupaciones locales  inmediatas sin alguna vinculación entre sí, todas ellas plantean problemas de importancia supranacional, como son las cuestiones de exclusión social, económica y política de la mayoría de la población mundial. Así, las exigencias que comparten son la justicia y la creación de una nueva forma de vida.

En Ferguson, Missouri, después del que el agente Darren Wilson, policía blanco, matara a un joven desarmado de origen afroamericano, Michael Brown, estallaron las primeras protestas y disturbios, todas ellas modestas. Sin embargo, después de que este lunes un gran jurado dejara sin cargos al policía creció la intensidad de las protestas. “Justicia para Michael Brown” y “Manos arriba no dispares” son parte de las consignas de las manifestaciones. Asimimos, se escucha decir por algunos activistas que "hay licencia para la violencia contra las minorías". Este caso no solo refleja parte del racismo que pervive en dicha sociedad; sino también la situación de marginación e injusticia que sufren las personas de bajos ingresos. Michael Brown es el emblema de una lucha más grande, cuyo parte del trasfondo es la pobreza y la marginación social, política y económica en la que viven grandes capas de la población. Es una lucha de justicia social, de ahí que miles de personas se sumen, no sólo en Ferguson sino también en cientos de ciudades de Estados Unidos. La solidaridad que emergió fue por la identificación de una lucha común, por lo que la hermandad de miles de activistas se hizo presente.

Si en Ferguson la muerte de un joven adolescente causó revuelo, aquí en México la desaparición “forzada” de 43 jóvenes normalistas no debía ni podía pasar inadvertida. Así, la movilización social de miles personas que salieron a las calles a pedir el regreso con vida de los normalistas, creció y rápidamente se convirtió en una protesta global. Si bien una de los causas de la movilización es el repudio contra la represión del estado, lo que está de fondo es el hartazgo de un cúmulo de hechos violentos; pero sobre todo, el cuestionamiento de las condiciones estructurantes que imperan en México, millones de personas viviendo en extrema pobreza y en condiciones de marginalidad social y económica. Al final, la lucha también es una lucha por la justicia social.

Si el fondo es una lucha por la justicia social, ¿por qué no hablar en un lenguaje común miles de ciudadanos del mundo?, cuya comunicación funcione no sobre  la base de las semejanzas, sino sobre la base de las diferencias; pero reconociendo un enemigo común: la injusticia social generada por las políticas liberales de la economía.

lunes, 24 de noviembre de 2014



Las luchas sociales son demostraciones de la creatividad del deseo y de las utopías de la experiencia vivida; de ahí su potencialidad

lunes, 17 de noviembre de 2014

Sobre la legitimidad del uso de la fuerza pública del Estado








Hace unos días escuchamos o leímos sobre la intervención de la fuerza pública en la máxima casa de estudios; más aún, lo que ha dominado la escena pública es el caso de los 43 normalistas de Iguala desaparecidos y la consecuente movilización social; así como hechos de violencia registrados en algunas ciudades del país. Al respecto, en la declaración  más reciente del presidente Enrique Peña ha quedado claro que no se descarta el uso de la fuerza pública ya que el estado está legítimamente facultado “para usar la fuerza cuando se ha agotado cualquier otro mecanismo para restablecer el orden”, según dicho del propio presidente.
 Pero ¿por qué el Estado tiene el poder para usar la fuerza pública ante la población?, ¿ya sea en una ciudad universitaria o para “contener” una marcha o movilización en las calles?, del primer caso ya Mancera se ha disculpado por la incursión de agentes a CU; entre otras causas, quizá, por la violación a la autonomía universitaria, lo cual merece un análisis aparte.

Sin embargo, ante los acontecimientos de Ayotzinapa, las miles de desapariciones forzosas, el descubrimiento de cientos de fosas clandestinas y el cúmulo de hechos violentos contra la sociedad, uno se pregunta sobre la legitimidad del uso de la fuerza pública. El Estado como garante de la seguridad puede hacer uso de la fuerza pública; no obstante, el mantenimiento del orden por parte del Estado no sólo puede basarse en la fuerza, ya que el solo monopolio de la fuerza coactiva no alcanza para hacer respetar e imponer el derecho de una sociedad. Además el uso de la fuerza para ser considerado legítimo tiene que ser así para aquellos que lo padecen y lo implementan.

Las constantes manifestaciones de estudiantes en diversos puntos del país, el llamado a movilizaciones a través de las redes sociales, los diversos comunicados de instituciones educativas, las manifestaciones públicas de artistas, de científicos, de personalidades del ámbito cultural así como la solidaridad de connacionales en otras partes del mundo muestran el agotamiento de una sociedad y ponen en duda la legitimidad de la autoridad, cuestionando su fracaso como garante de la paz pública. 

Más aún tal legitimidad que debería tener un contenido genuino entre la sociedad y, por ende, una obediencia consentida se pone en entredicho si a eso se le suma que otra detonante del descontento social ha sido la falta de condiciones materiales y oportunidades que ha generado la pobreza y la inequidad social afectando la vida de millones de personas en nuestro país, por eso la autoridad ya no se legitima más en una obediencia consentida, ésta pierde su contenido y deja de tener sentido, de ahí que ante “el agotamiento de cualquier otro mecanismo para restablecer el orden”  –según Peña Nieto- se tenga que usar la fuerza pública. Entonces el medio de un Estado omiso o fallido se convierte en la coacción social convirtiendo su esencia en una mera dominación y no en un garante de la democracia. Es largo el camino para restablecer los lazos rotos entre un Estado y su población y queda claro que éstos no se rompieron desde esta administración; sin embargo, dar certezas jurídicas y políticas con respecto a las desapariciones, dar certezas con respecto a los supuestos vínculos entre el narco y el gobierno en el caso Ayotzinapa, mejorar las condiciones sociales y económicas de los millones de pobres del país; así como generar empatía ante el sufrimiento de los cientos de familiares de las personas desaparecidas serían acertados indicios para restablecer dichos lazos y no llegar al uso de la fuerza pública.
 

domingo, 2 de noviembre de 2014

La leyenda del Charro Negro



 
Corría el año de 1945, el pueblo de San Pedro Mártir lucía solitario, las veredas alumbradas por la tenue luz de la luna olían a hierba mojada. Don Pedro Juárez caminaba hacia el ejido de Cuernavaca –donde se encuentra ahora la zona de hospitales-, había ido a cuidar su sembradío de rosal, caminaba pensativo, sabía que pronto Lolo, el hijo más grande lo acompañaría a cuidar las rosas.
Como hacía varias ocasiones aparecería una figura que ya no lograba inquietarlo como la primera vez que lo vio salir entre la hierba. Esa ocasión fue en agosto antes de que sembrara el rosal, cuando de repente vio pasar a un hombre vestido con un traje de charro negro montado en un caballo de igual color, le llamó la atención su porte, parecía un hombre fino, pero sus facciones y el moreno de su cabello estaban cubiertos por un espléndido sombrero. Nunca podía verle su rostro, siempre aparecía sigiloso, no emitía un solo vocablo y así como aparecía se perdía entre la vereda.
Esa noche de lluvia sería distinta, el sonido de una voz grave irrumpiría sus pensamientos: “Dame tu hijo mayor; a cambio te daré unas monedas de oro”. La frase le cayó como una cubetada de agua fría, nunca había cruzado una sola palabra con ese hombre extraño y la primera vez que se rompió el silencio fue para pedirle a Lolo.
Por supuesto que Don Pedro no tenía nada que pensar ante aquella pregunta. Nada dijo y siguió su camino, sólo que su andar fue más apresurado. La historia se repetiría un par de veces, la misma pregunta y el paso apresurado.
Las últimas veces que se lo encontró, el charro ya no diría una sola palabra, sólo aparecía acompañándolo en el camino, esperando que con su “visita” don Pedro recordara el trato que le había propuesto.
Siempre las pisadas del caballo quedaban retumbando como un golpe incesante, sentiría látigos en su pecho, lloraría cada vez que lo recordaba. No llevó a Lolo al campo hasta que creyó que podía cuidarse.

II
La primera vez que se atrevió a contar la historia fue hasta la boda de Lolo, a él mismo se lo diría: “mijo, un charro negro te quería llevar quien sabe para qué, quería darme unas monedas por ti, se me aparecía en medio de la nada, siempre montado en su caballo negro y desaparecía como una sombra triste y lejana, como una figura quebrantada”. Lolo no sabía si el pulque que había tomado su padre lo estaba haciendo decir esas cosas, pero con el paso de los años le agradecería no haberlo cambiado por unas monedas.
Años más tarde, don Pedrito contaría al resto de sus hijos y a los nuevos miembros de su familia la historia del charro negro y el cruel trato que le había propuesto. Estela, su nuera, recordaría que su suegro lloraba cada vez que lo recordaba: “¿Cómo le iba a dar a mi hijo? Éramos pobres pero no lo iba a cambiar”. La historia se repetía de forma más seguida, sólo que cambiaba el escenario y a la persona que se lo contaba, unas veces era en la cocina de humo y se la contaba a Chabe, otras veces, se la contaba a Memo en medio de una fiesta.
Don Pedrito no fue el único que vio al jinete negro montado en su imponente caballo, pasaba de voz en voz que un hombre aparecía en las noches en la calle de Laurel junto a las iglesias, las pisadas de su caballo serían inconfundibles, fuertes, seguras, tenebrosas. Y la cara del jinete siempre oscura.

III

Esther recuerda que la leyenda del charro negro la contaban en algunas reuniones de la iglesia. Ahí los mayores narraban que aparecía la figura de un hombre en la madrugada montado en su caballo, pero así como aparecía desaparecía. Según los mayores era un ánima que no hacía daño, según Esther, era probablemente, algo que contaban los padres para mantenerlos quietos. Otros dicen que era un hombre normal como nosotros que se enfundaba en su traje de charro y que de vez en vez le gustaba aparecer, que lo hacía para divertirse.
Don Pedrito no encontraría nada de divertido en ello, ni todos los niños que crecieron conociendo esa leyenda del pueblo, ni las mujeres que preferían quedarse en sus casas antes de salir a una fiesta o levantarse temprano a apartar su lugar en los lavaderos públicos del pueblo. Con el paso de los años, la historia se fue olvidando, sólo permaneció en la mente de nuestros abuelos, quiénes la contaban sólo cuando los nietos llegaban a visitarlos en las tardes o cuando compartían la merienda.