FOTO PROPORCIONADA POR ALFONSO JUAREZ
Esta crónica más allá de traer fechas históricas, datos precisos y personajes de renombre, tiene por objeto hacer un pequeño recuento de cómo era San Pedro Mártir a finales de los años 60 y principios de los setenta, antes de que la urbanización lo alcanzara, antes de que sus habitantes perdieran o vendieran sus tierras, cuando todos se conocían y cuando lo verde, el olor a leña y el aroma de las rosas impregnaba la vida de sus habitantes, así esta crónica hablará de las memorias de sus habitantes.
Nadie más consciente de la transformación de los tiempos que quienes han vivido los cambios de su pueblo. Cada mujer y cada hombre tienen una historia de vida que contarnos, sus recuerdos, sus sentimientos y sus vivencias dotan de sentido el pasado vivido. Pero también sus historias están hechas de recuerdos y olvidos que no son casuales y en lo que olvidan y recuerdan hay una lección. Así sus anécdotas, silencios, vivencias y recuerdos dan vida a estas memorias, a las memorias de la transformación del pueblo.
El recuento de los años es una necesidad imperiosa cuando se tiene que hablar de los lugares, las tradiciones y las historias de los hombres y mujeres que encierra la vida de un Pueblo. La historia y la memoria se cruzan en uno y mil escenarios. Un pormenorizado recuento de cómo se fundó el pueblo, de cómo se repartió la tierra, crearon los caminos, introdujeron las mejoras y de cómo todo fue cambiando con el paso de los años hasta llegar a este punto es por de más una tarea necesaria pero imposible de describir en unas páginas.Pero toda historia tiene un comienzo, y nuestra historia se sitúa hacia finales de los años 60, al tiempo donde la tierra reunía a las familias.
Esta crónica más allá de traer fechas históricas, datos precisos y personajes de renombre, tiene por objeto hacer un pequeño recuento de cómo era San Pedro Mártir a finales de los años 60 y principios de los setenta, antes de que la urbanización lo alcanzara, antes de que sus habitantes perdieran o vendieran sus tierras, cuando todos se conocían y cuando lo verde, el olor a leña y el aroma de las rosas impregnaba la vida de sus habitantes, así esta crónica hablará de las memorias de sus habitantes.
Nadie más consciente de la transformación de los tiempos que quienes han vivido los cambios de su pueblo. Cada mujer y cada hombre tienen una historia de vida que contarnos, sus recuerdos, sus sentimientos y sus vivencias dotan de sentido el pasado vivido. Pero también sus historias están hechas de recuerdos y olvidos que no son casuales y en lo que olvidan y recuerdan hay una lección. Así sus anécdotas, silencios, vivencias y recuerdos dan vida a estas memorias, a las memorias de la transformación del pueblo.
El recuento de los años es una necesidad imperiosa cuando se tiene que hablar de los lugares, las tradiciones y las historias de los hombres y mujeres que encierra la vida de un Pueblo. La historia y la memoria se cruzan en uno y mil escenarios. Un pormenorizado recuento de cómo se fundó el pueblo, de cómo se repartió la tierra, crearon los caminos, introdujeron las mejoras y de cómo todo fue cambiando con el paso de los años hasta llegar a este punto es por de más una tarea necesaria pero imposible de describir en unas páginas.Pero toda historia tiene un comienzo, y nuestra historia se sitúa hacia finales de los años 60, al tiempo donde la tierra reunía a las familias.
I
Bajo la luz tenue del alba un grupo de
hombres arropados con trajes de manta cogiendo sus aperos de labranza se
adentran en el Cerro de la Cruz, un cerro allá donde ahora está el Colegio
Militar, estos hombres comienzan a segar, cosechar y recolectar el producto de
la tierra. Allá por el mediodía esperan a las mujeres, ellas llevan botes y lo
necesario para poner a hervir los elotes en la lumbre, mientras se cuecen los
elotes, los niños que acompañaban a las mujeres juegan con sus columpios
colocados provisionalmente en el árbol más frondoso, al cabo de un rato, todos
disfrutan los deliciosos elotes cosechados.
La tierra reunía, “era parte de la
familia y de la unión de la familia”, la Maestra Rosaura, originaria del pueblo,
recuerda lo siguiente:
“mi
madre tenía que llevar la comida a los peones cuando sembraba, cuando limpiaban
el maíz de la yerba, cuando barbechaban y cosechaban, era una manera de ir.
Cuando el maíz estaba tierno, la familia se trasladaba a comer elotes hasta el
campo. Mi padre se iba primero y después nos íbamos todos. El bote estaba
hirviendo con elotes, teníamos nuestro columpio en el árbol más frondoso y
visitábamos toda la parte verde del cerro de la cruz y del cerro de la lechera.
Era una manera de convivir entre familia, el producto de la tierra nos reunía.
Fue una manera por medio de la cual mi padre nos hizo querer a la tierra,
valorar como se cultivaba el maíz porque éste era la parte principal de nuestro
alimentación”.
Las
fechas de siembra eran en abril. Hombres y mujeres participaban de acuerdo a
tareas definidas, la cotidianidad y la función de cada tarea generó que con el
tiempo a algunas de éstas se les llamará bajo un nombre específico, así surgió
un título que hacía referencia a una práctica realizada por mujeres las
llamadas “tlacualeras”. Ellas, las tlacualeras eran las que iban a dar de comer
al campo a los hombres.
La
tierra reunía y unía a la familia, pero también es cierto que sembrar y
cosechar son trabajos extenuantes, las manos se curten y el alba acompaña, el
tiempo se achica y la jornada se alarga. Cuando se recogía la pastura los
hombres empezaban su labor desde las dos mañana y daban hasta cinco vueltas. Era
un trabajo duro hasta para las mujeres, ellas tenían que dar de comer, hacer
tareas de la casa y si iban a la escuela hacían su tarea en un horario tarde.
La vida del pueblo se
unía a la vida del campo. Así la vida social estaba organizada en torno a la
tierra. Podemos decir que el trabajo en el campo tenía una carga valorativa, no
era solamente un trabajo de subsistencia del carácter compartido de la
propiedad ya que también de ahí derivaba un sentimiento de mutuo reconocimiento.
II
Al sur, al centro y también al norte se
veían dos, tres, diez casas, la mayoría de ellas hechas de adobe, casi todas
tenían una milpa, otras más contaban con una vaca, una mula y gallinas. En la
mañana, los niños tomaban la leche de la vaca recién ordeñada y si no tenían
vaca, los papás la compraban al lechero que pasaba todas las mañanas, eso sí,
era fresca y se bebía acompañada de cocoles. En la tarde comían el producto de
la cosecha maíz, frijol, haba y calabaza, algunos hombres tomaban pulque. Esa
era la alimentación. Si los niños querían jugar se subían a sus columpios
colgados en los arboles más grandes o jugaban con los trompos que ellos mismos
hacían, nos preguntamos si sus habitantes era autosuficientes. Si comían,
bebían, se abrigaban y jugaban con lo que ellos mismos obtenían de la
naturaleza y si sus casas y sus juguetes eran elaborados por ellos mismos, entonces
-sin lugar a dudas- podemos decir sí eran autosuficientes.
Esa
es una visión en la que coinciden muchas personas, por ejemplo, doña Lupita,
otra originaria del pueblo cuenta lo siguiente:
“Mi
hermana se dedicaba a echar tortillas y hacer la comida. Nada de que hubiera
tortillerías como ahora. Porque en casa, todos tenían maíz, frijol, puercos,
pollos, gallinas, de todo. Mi mamá era la que tenía todos sus corrales llenos
de pollo y además, casi no comprábamos nada. Mi papá traía el maíz y comíamos
de todo, antes no teníamos que comprar casi nada. Mi papá sembraba la milpa,
como era campesino pues sembraba frijol, ejote y calabaza, de todo traían a la
mesa, ¿para qué salíamos a comprar?
Eso si cuando había
dinero caminaban al lugar de recreación, allá más al sureste del Distrito
Federal, donde la música de las trajineras y el bullicio del comercio se
mezclaban, allá donde el aroma de las flores prendía y el recuerdo de las tardes
de sábado era inolvidable. Ahí donde era un gran deleite comerse un taquito de
barbacoa o un sope con su salsita verde picosita. Ese lugar solo podía llamarse
Xochimilco.
Don David recuerda lo
siguiente:
“Íbamos
a Xochimilco a comer el taco placero a la carpa. Íbamos por el cocol, que traían
de Milpa Alta. Pero ahora ya no los hacen como en ese tiempo, antes tenían un
sabor muy especial, ya que lo revolvían con un poco de aguamiel. ¡Bien sabroso!
Eso si cuando había dinero caminaban al lugar de recreación, allá más al sureste del Distrito Federal, donde la música de las trajineras y el bullicio del comercio se mezclaban, allá donde el aroma de las flores prendía y el recuerdo de las tardes de sábado era inolvidable. Ahí donde era un gran deleite comerse un taquito de barbacoa o un sope con su salsita verde picosita. Ese lugar solo podía llamarse Xochimilco.
III
Esa vida quedó atrás, todo cambió con las
expropiaciones. Así la urbanización llego. A sus habitantes se les dijo que
iban a tener un salario y una vida mejor. A otros les dieron tierra allá por
Veracruz, a unos más se les dio material para construir sus casas. Otros se
negaron, se unieron y lucharon; pero la amenaza y el engaño provocaron que la
desunión surgiera. Finalmente el tiempo y la vida misma de la ciudad los dejo
sin la tierra, sin el alimento, sin el trabajo. La frustración, la tristeza y la
añoranza invadieron a sus pobladores. Sin embargo, los recuerdos de ese
porvenir siguieron presentes en su vida. Unos esperanzados pensaron que iban a
venir tiempos mejores pero la gran mayoría supo que ya nada iba a ser igual. El
cambio fue paulatino pero constante. Los rosales fueron sustituidos por casas,
las cocinas de humo desaparecieron, las veredas se convirtieron en grandes
calles, los parajes se olvidaron y los vecinos poco a poco se fueron
desconociendo. Se pavimentaron las calles, circularon más autos y empezó a
llegar mas gente de distintos lugares, tuvieron que vender los pocos terrenos
que quedaban en los ejidos y así poco a poco la urbanización llego. Ya nada fue
igual.
San Pedro Mártir fue
sometida a cuatro expropiaciones, la primera en el año de 1949, donde se le
expropiaron 65 hectáreas para la construcción del Club de Golf. La segunda fue
en 1952, en la cual junto con los pueblos de San Andrés Totoltepec y Santiago
Tepalcatlalpan se les quitaron terrenos para la construcción de la autopista
México-Cuernavaca; en 1972 se expropiaron 83 hectáreas para la Secretaría de
Salubridad y Asistencia y en 1974 para la construcción de las nuevas instalaciones
del Colegio Militar.
Las expropiaciones
fueron producto de un proceso del crecimiento de la ciudad y del proceso de
modernización y urbanización. Pero al parecer también fueron resultado de
determinados intereses. Rosalinda Arau (1987) explica que “en la expropiación
realizada a favor del Club de Golf de México, más que una causa de interés
público que la justificara, lo que predominó fue un principio lucrativo de
interés privado. La expropiación se realizó bajo el engaño a los propietarios
de las tierras y del Pueblo de San Pedro Mártir, pues se argumentó que ahí se
construiría un campo deportivo popular”.
El despojo y el engaño
fueron sentimientos que predominaron. En general fueron momentos de
frustración, de tensión, de lucha campesina y de sentimientos encontrados.
Después de esas 4 expropiaciones, ya en 1992
mediante decreto presidencial se regularizó la tenencia de la tierra y se formó la colonia Ejidos de San Pedro
Mártir. Hoy los ejidos existen como colonia, pero en palabras de Don Fernando: El ejido sigue vivo, solo que éste es un
ejido sin tierras.
A partir de las expropiaciones todo
cambio en el Pueblo. Para algunos este cambio fue paulatino y casi
imperceptible. Para otros fue difícil y triste. La Maestra Esther cuenta lo
siguiente:
“Yo
pienso que el pueblo empieza a cambiar cuando se empieza a pavimentar, yo así
lo sentí porque ya no era lo mismo el contacto con la tierra. Cuando íbamos a
llevar la comida al campo íbamos descalzas. A partir de la expropiación
empezamos a tener vecinos que no eran del pueblo y todo cambio”.
El estudio de
las expropiaciones ha sido motivo de varios artículos, incluso ha formado parte
de videos documentales. Sin duda alguna en ellas, existen varias historias de
lucha, de división, de intereses, de despojo y de las propias vivencias de sus
habitantes. No se puede tener un único enfoque, ya que su historia está repleta
de varias dimensiones. Sin embargo, si es pertinente resaltar que en los
recuerdos y en las experiencias de los habitantes del pueblo hay una visión de
despojo, dolor, incluso de frustración que, con el paso del tiempo han sido un
lugar de reflexión y han servido como espacio de aprendizaje, y en ese sentido,
se puede entender porque el pueblo de San Pedro Mártir sigue siendo un pueblo
combativo.
Algunas
personas coinciden en que a partir de estas expropiaciones, concretamente hacia
los años 70 y 80 se va transformando el pueblo. Unos piensan que no existe un día
o fecha específica, pero todos se sienten testigos de ese cambio. Las mujeres
dan cuenta de cómo sus utensilios de cocina son sustituidos por nuevas máquinas,
el molcajete por la licuadora, la olla de barro por el recipiente de plástico o
las canastas por la bolsa de plástico. En los hombres, el campo fue arrebatado,
de ser campesinos se convirtieron en hombres asalariados. Las grandes
extensiones de tierra fueron siendo ocupadas por hospitales, edificios,
vialidades, casas que no eran suyas, por un club de golf y un colegio militar.
Antes los niños jugaban en esas grandes áreas verdes, ahí ponían sus columpios
o aprovechaban el grande espacio para jugar a los encantados o a las canicas,
luego fueron aprendiendo a jugar dentro de sus casas. De todos esos terrenos
ninguno se destino a un parque o un área verde para beneficio de la población.
Los abuelos o los papás nadaban en el río San Buenaventura, pero año tras año,
el río se fue achicando, hasta que sólo fue un hilito y más tarde se convirtió en
un paso de aguas contaminadas. Los rosales se acabaron, las pulquerías
desaparecieron y los lavaderos se tiraron. Sin embargo, no todo fue malo porque
la urbanización trajo consigo calles pavimentadas, agua entubada y mejores
vialidades, pero esto mismo fue trastocando la vida de los pobladores.
Las anécdotas y
recuerdos contados aquí constituyen una parte de la memoria viva del pueblo de
San Pedro Mártir. Éstas pueden coincidir o no con muchas otras más vivencias,
puesto que el pueblo es diverso y no existe una historia única. Las voces de
los habitantes que he transmitido dan muestra de su sentir, de lo que vivieron
y de las lecciones de vida aprendidas, expresando su sentido de sí mismos en la
historia del Pueblo.
Así esta crónica es una
pequeña narración de aquellos lugares, de las costumbres y de la vida
cotidiana, donde lo verde prevalecía sobre lo gris, esta crónica es un homenaje
a aquellas memorias verdes de lo añejo.